Piratas, sabuesos y Cuernotorcido

¡Boom!

—¡Nos atacan!

—¡Preparad los cañones, cargad con la artillería pesada! Cuernotorcido y su tripulación no pueden hacerse con el núcleo de radioactividad concentrada —decía el mayor a paso ligero y con el ceño fruncido.

—¿Núcleo de radioactividad concentrada? ¿Qué puñetas es eso? —exclamó la segunda de abordo. El mayor se salió momentáneamente de su papel para dedicarle una mirada de fastidio—, ¿acaso somos piratas espaciales? ¿No podemos ser piratas y ya está?

—Mira que eres clásica y aburrida…

—Habló el friki…

—Eh, chicos… —intentaba entrometerse el pequeño—, Cuernotorcido nos ataca. Venga, va…

Pero al ver que los otros dos no le hacían caso decidió atrincherarse en uno de los peldaños de la escalera, esperando a que los mayores terminaran de discutir. El perro se le acercó en seguida para hacerle compañía. “Tú siempre me haces caso, amigo”, le dijo al animal mientras lo acariciaba. Así pasarían los calurosos minutos, viendo cómo el sol empezaba a descender y a enrojecer al esconderse entre las nubes.

Una bandada de pájaros revoloteaba a lo lejos; parecían emigrar hacia el sur. Se dio cuenta, pero, que huían de un ávido halcón. El sabueso enervó, lo que hizo que el grumete sacara su pistola y apuntara no con muy buen pulso. Cada vez lo tenía más y más cerca, parecía que fuera a colisionar con el navío. En el último suspiro sostenido en el pecho del pequeño, el predador enderezó el rumbo: voló disparado en perfecta posición vertical, perdiéndose entre las velas que ondeaban por encima de hocicos y cabezas.

Con el murmullo de la insistente discusión de sus superiores manteniéndose más allá de un segundo plano sonoro, la quietud de aquél presente generó el silencio absoluto de entre la tensión en ebullición. Se oyeron golpes opacos en la cubierta del castillo de popa, pero no conseguía divisar nada; aún queriendo permanecer oculto escalones abajo, empezó a gatear sigilosamente listones de madera hacia arriba. Tuvieron que detenerse él y el perro, que le seguía igual de cauteloso, pues los ruidos evolucionaron a firmes pasos de prominentes botas. El portador de ellas se paró justo delante del flequillo del grumete, pues se asomaba indiscretamente descubriendo su presencia. El pequeño alzó la cabeza y, tragándose un grito quedando boquiabierto, vio la imponente silueta a contraluz: traía un sombrero enorme, ¡y el halcón descansaba sobre su hombro! No había duda de que era el temido Cuernotorcido.

Se aguantaron la mirada, incluso el hombre torció una tenue sonrisa de salutación. El grumete tan sólo pudo tragar saliva sin quitarle ojo. Quería avisar a la tripulación de la inesperada intrusión del enemigo, pero había una fuerza mayor que le impedía pronunciar palabra alguna. Desvió la atención hacia los mayores: seguían discutiendo.

—¿Ah, sí? Pues voy a cortarles la cabeza a todas tus muñecas.

—No te atrevas a tocarlas, niñato del demonio —espetó la segunda de abordo—. Tú a mí no me mandas.

—Aquí manda el Capitán —sonrió el mayor de modo impertinente e hinchándose de orgullo—, y su mano derecha soy yo.

—No seas mentiroso…

—¿Se lo preguntamos, listilla? —le retó él.

—No tienes lo que hay que tener… —canturreó la segunda de abordo.

Al pequeño grumete, entre que no sabía cómo entrometerse y que tenía a Cuernotorcido acechándolo tan sólo con su presencia, se le estaba haciendo todo una montaña. Intentó balbucear un par de sílabas, pero no consiguió llamar la atención. Necesitaba un milagro que lo pusiera todo en su lugar. Y en aquél preciso momento, se oyó al Capitán del navío gritar:

—¡Chicos, la cena está lista!

Ya no había piratas ni cañones ni velas. El antes Cuernotorcido se había agachado en cuclillas hacia el pequeño y, con voz suave, le dijo:

—Hijo, ¿vas a dejarme bajar?

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